Juan
Madrid "Deuda"
—¿Quién es usted?
—preguntó el gordo.
Al mismo tiempo veía
sobresalir por la gabardina abierta del recién llegado el caño
azulado de una pistola.
—Ni un movimiento —dijo el
hombre.
Llevaba puesto un
pasamontañas gris de lana gruesa y la voz le resultó vagamente
conocida.
—Vengo por mi dinero
—habló de nuevo.
—¿Qué dice... pero
quién es usted? —balbuceó el gordo.
—La pistola no es de juguete,
así que no hagas un solo movimiento en falso o te liquido aquí
mismo. Atiende a lo que voy a decirte, dile a la rubita de fuera que no quieres
recibir a nadie, que no te molesten. ¿Entendiste?
El gordo asintió con la
cabeza. Sudaba. Quizás había comido demasiado aquel día y
el estómago le molestaba. Tomó el teléfono interior y
procuró que la voz no delatase los nervios saltándole en todo el
cuerpo.
—Rosi... no quiero que nadie
moleste, nadie. No pases llamadas.
Colgó.
Bien, buen chico. Ahora dame mi
dinero —el caño se movió a derecha e izquierda.
—¿Pero qué
dinero... yo a usted no le conozco...?
—¿No? —y se quitó
el pasamontañas.
Pareció helarse. La boca
se abrió y todo su cuerpo enorme y grasiento entró en movimiento
como un enorme flan.
—Tú... —balbuceó al
fin.
—Me distes dinero falso,
más falso que Judas. Un buen truco, sólo que me di cuenta a tiempo
—su boca delgada rechinó—. Quiero el medio millón.
—Falso —articuló—, pero
yo... yo no sabía eso, ¡lo juro! Soy un intermediario. Escucha,
Pacheco, tienes que creerme, el dinero no era mío, ¿por
qué habría de darte dinero falso?
—Porque eres una asquerosa rata,
por eso y voy a llenarte el cuerpo de agujeros como no me des la pasta.
—¡Dios mío, Pacheco!
Yo no tengo medio millón. ¿De dónde voy a sacar tanto
dinero?
—Entonces te liquido.
—¡Aguarda! —su cara ahora
había pasado del blanco al color terroso—. ¡Espera, Pacheco, no
hagas nada...! Fueron ellos, ellos te cambiaron los billetes. La idea de darte
el dinero falso es de ellos, yo soy un intermediario.
—Deja de decir que eres un
intermediario.
Se enjugó el sudor. La
pistola seguía apuntándole al pecho.
—Fue el viejo, él me dijo
que te contratara y luego me dio el dinero, yo ni siquiera lo miré.
¡Te lo juro, Pacheco, tienes que creerme!
—Hijos de puta —silabeó—.
Hice el trabajo y vosotros me la dais con queso. Si no me dais mi parte os
liquidaré, a ti y al viejo, a los dos.
—El viejo, ha sido él
balbuceó.
La puerta se abrió y una
cabeza de mujer asomó. Fue a decir algo, pero lo único que hizo
fue abrir la boca. La pistola del tipo la encañonó.
—Pasa y cierra la puerta.
—¿Señor Dossat...?
El gordo tartamudeó. El
tipo gritó, dijo:
—¡Pasa estúpida!
La mujer entró en el
despacho retorciéndose las manos. Era la rubita de la entrada. La que le
había mirado despectivamente cuando preguntó por el grasiento de
su jefe. El de la pistola se acercó y trabó la puerta y la chica
emitió un suspiro entrecortado.
—Ahora vamos a ver al viejo
ése.
—No está —se contuvo el gordo—, no está en la casa.
—Entonces hazme un vale para que
cobre en caja, cualquier cosa —apuntó cuidadosamente a la cabeza del
hombre sentado detrás del escritorio de madera cara—. Rápido,
piensa algo.
—Sí, sí.
¿Rosi, está Ramírez?
—¿Ramírez?...
sí —susurró.
Tomó el teléfono.
Parecía haberse calmado un tanto. Miró al de la pistola, al
llamado Pacheco.
—Voy a llamar al cajero —dijo, y
cuando habló se fijó, como si fuera la primera vez que lo viese,
en el botón disimulado en el borde de la mesa.
Marcó un número.
—¿Ramírez?
Aquí Dossat. ¿Tenemos fondos para un pago urgente? Ya lo
sé, yo asumo toda la responsabilidad. Sí, sí... medio
millón... ¿no? ¿Cuánto? Está bien, le
llamaré ahora.
Colgó.
—Hay en caja trescientas
cincuenta mil.
—Sirve —dijo el llamado Pacheco—.
Arréglalo para que cobre.
—¡Ladrón!
—chilló la chica—. ¡Asqueroso!
—Silencio, zorra —habló
calmo.
—Quédese tranquila, Rosi
—dijo el gordo. Ahora volvía a ser el jefe—. Todo se arregla con dinero.
—Voy a... ¡Oh, Dios
mío! Creo que...
—Siéntese ahí
—señaló el de la pistola—. Y cállese.
Entonces tocó el
botón. Aunque no escuchase el timbrazo, lo sintió en la sala de
vigilancia, en la entrada. Ahora aquellos estúpidos que le costaban un
dineral a la empresa y que sólo servían para fanfarronear con sus
enormes pistolas colgadas del cinto tendrían que demostrar lo que
valían, justificar los sueldos.
Levantó de nuevo el
auricular.
—Bien, Pacheco, voy a ordenar que
le entreguen el dinero. Tendrá que marcharse enseguida.
—Deja de hablar y hazlo.
—¿Ramírez? Dossat
de nuevo, prepare trescientas cincuenta mil, sí, es una emergencia, ya
se lo he dicho, irá Rosi a por el dinero. No, no, nada de cheques.
¿Está claro?
Colgó de nuevo.
Miró al de la pistola. Aquellos estúpidos tardaban mucho.
—Ya está.
—Buen chico. Tú —se
dirigió a la rubita que respiraba entrecortadamente con la mano en la
boca—, ve por el dinero. Pero ten cuidado, si dices algo y tardas más de
diez minutos liquido al gordito. ¿Te has enterado?
—Sí —balbuceó y
miró angustiada a su jefe. —Anda ve, y no digas nada, por favor.
Tranquilízate, Rosi.
—Sí, señor.
—Eso se llama colaborar, gordo.
—Luego se marchará.
—Vendrá ese Ramírez
con el dinero —sonrió tenuemente—. Nadie se moverá de
aquí, he cambiado de idea.
—Como quiera, pero tendré
que llamar de nuevo.
—Pues hazlo.
En ese momento sonaron los golpes
en la puerta. Golpes nerviosos. Una voz ronca, dijo:
—¿Ocurre algo,
señor Dossat? Hemos oído el timbre.
El cuerpo del de la pistola se
tensó como el de un gato. Apoyó el caño de la Astra nueve
largo en la sien del gordo que dejó correr por su entrepierna el
líquido caliente que pugnaba por salir de su vejiga.
—¡No... no pasa nada!
—gritó.
—¿Está bien,
señor Dossat? —insistió la voz—. Abra entonces.
La chica chilló y con el
rostro crispado atacó al de la pistola. El gordo intentó apartar
el caño de su cabeza. Una bala de nueve milímetros le
atravesó la sien y trozos de cerebro se desparramaron en la pared, detrás
de su sillón. La chica le alcanzó la cara y le
arañó con fuerza. El de la pistola apretó el gatillo de
nuevo y un boquete, como un embudo sangriento, se abrió en su almidonada
camisa.
Los tiros atravesaron la puerta.
El ruido al otro lado era ahora más fuerte.
—¡Abra, la policía!
—escuchó.
El de la pistola se sentó
en la mesa, cogió un puro Montecristo del uno y lo encendió,
apuntando a la puerta. Sabía que entrarían y que él
podría matar a dos como máximo. Después se lo cargarían
a él.